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ANGEL JUAREZ: Todo por un cargo

Se conoce como culto al cargo (expresión que deriva de la inglesa cargo cult) al conjunto de  rituales y liturgias que varias tribus australianas empezaron a practicar en el siglo XX cuando entraron en contacto por primera vez con la civilización occidental. Poneos por un momento en su piel: vives en una isla remota y jamás has visto a nadie más allá de los miembros de tu clan, y de repente aparecen otros seres de diferente color que controlan unos aparatos capaces de volar, y que además están cargados de cosas extravagantes como café, chocolate o… ¡ropa! Es natural que los aborígenes pensasen que eran unos dioses venidos de otro mundo y se generase este culto al cargo (el origen de la frase es el cargamento que transportaban los supuestos espíritus divinos que, vaya por Dios qué decepción, por lo general  eran soldados americanos).

Este apunte histórico viene al caso no sólo por su innegable interés sino para evitar confusiones. Y es que voy a hablar sobre el culto al cargo, pero con una acepción diferente a la del choque de civilizaciones. Me refiero a las personas que (con perdón) pierden el culo por  conseguir una poltrona, a cualquier precio, sin mirar atrás. Y es que ostentar un cargo equivale a tener influencia, poder, acceso a la información, contactos, en algunas ocasiones sueldo asegurado… A mi alrededor orbitan un gran número de personas que se mueren por uno, ya sea como políticos o presidiendo entidades vecinales o sociales. A mí, que he tenido varios ofrecimientos de algunos partidos y siempre los he rechazado (porque pese a respetarlo siempre ha sido incompatible con mi carrera profesional), me entra la risa tonta cuando veo a conocidos que empiezan a actuar u opinar de manera diferente a la habitual porque han decidido que quieren ser regidores del ayuntamiento de turno.

Estos cambios repentinos de comportamiento no dejan de ser una trivialidad, pero la obsesión por los cargos puede llegar a ser peligrosa. Puede suceder que entre alguien nuevo con ideas revolucionarias y ganas de agradar (a veces para colgarse una medalla) y eso conlleve que todo el trabajo hecho anteriormente, aunque haya sido positivo, acabe siendo destruido. Se me ocurren varios ejemplos en mi ciudad, y estoy convencido de que es algo que sucede a lo largo y ancho del mapa. Puede parecer un tema menor pero no lo es: si todas las personas que ocupan un cargo quieren transformarlo todo y dejar su huella con un proyecto propio, se entra en un bucle destructivo que borra los vestigios de épocas pasadas. Y eso, a largo plazo, puede acabar provocando que nuestras calles, barrios, plazas, pueblos o ciudades pierdan su identidad, sus raíces, su aroma, en definitiva, su historia.

No quiero decir con esto que aquellos que ocupen puestos de responsabilidad no tengan su programa a desarrollar (¡faltaría más!). Lo que defiendo es que debe existir un mínimo de respeto por el trabajo hecho por sus predecesores, que tiende a infravalorarse debido a que los modus operandi o las tendencias políticas son diferentes. He conocido a muchos caballos de Atila de nuestros días, personas que por donde pisan no vuelve a crecer la hierba. Hombres y mujeres que se dejaron seducir por el culto al cargo y cuando accedieron a uno sufrieron el síndrome de Juan Cuesta (el presidente de la escalera de ‘Aquí no hay quien viva’), es decir, creerse mucho más importantes de lo que son, casi semidioses, y con licencia para hacer y deshacer a su antojo. No es broma. Esta gente existe. Y está entre nosotros.

El gran problema es que muchas de las personas que acceden a estos cargos no tienen la capacidad, la responsabilidad ni la visión como para ser merecedoras de su puesto. O lo que aún es peor, carecen del sentido común necesario. A veces caemos en la trampa de pensar que el peor pecado de los políticos es la corrupción. Y por supuesto que es  denunciable (yo no dejo de hacerlo), pero me gustaría añadir otro elemento que es igual de perjudicial: la ineptitud. Y es que para mí es tan grave que un político meta la mano en la caja como que obstaculice el progreso de un barrio o una ciudad debido a su incompetencia. Cegados por su ego, personas que ocupan un cargo para el que no están preparadas provocan que los ciudadanos pierdan aquello que jamás podrán recuperar: su tiempo. Un cargo irresponsable puede paralizar la prosperidad de la sociedad durante meses o años, y el tiempo perdido es tan valioso que no existe compensación. ¿A quién pedimos responsabilidades cuando no hay indemnización posible?

Tenemos que ser conscientes de que tenemos un problema con los cargos y el desarrollo de sus funciones, y en algún momento este tema tendrá que entrar en la agenda política y social. Y es que quién nos iba a decir que quince siglos después el caballo de Atila seguiría ahí, campando a sus anchas, vivito y coleando.

Ángel Juárez Almendros. Presidente de Mare Terra Fundació Mediterrània y de la Red Internacional de Escritores por la Tierra

 

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