ANGEL GOMEZ: Un viaje a la cuna de la droga

En aquellos primeros años de periodista, alterné las secciones de Deportes y Sociedad. En la información deportiva cubría todos los partidos del primer equipo de la Unió Lleida, en Segunda División B. En un momento en el que los periodistas viajábamos en el mismo autocar que los jugadores y el cuerpo técnico. Un viaje con el compromiso personal de que cuanto sucedía a bordo durante el viaje era totalmente confidencial, aunque en ningún momento fue una condición en el traslado conjunto. Aunque anécdotas no faltaron, algunas de ellas publicadas porque resultaban curiosas para el lector.

Otras hechos, sin embargo, se silenciaron, porque formaban parte de la vida privada de las personas que viajaban en el autocar. Uno de estos sucesos, que no salió a la luz, fue la agresión que sufrí yo personalmente por parte del entrenador que entonces dirigía a la U.E. Lleida, Roberto Álvarez. Imagino que en desacuerdo con las informaciones que publicaba en el diario, en un viaje a Asturias, cuando apenas llevábamos sesenta kilómetros, recién entrados en tierras aragonesas, se levantó de su asiento, situado justo en la espalda del conductor, para dirigirse hacia mí, en las últimas filas del autobús. Al llegar a mí, me cogió por la ropa del pecho violentamente y me dijo que “estoy harto de que sólo cuentes mentiras”. No le dio tiempo a más, porque al unísono se levantó el delegado del equipo y a voces le reprochó su actitud: ‘Vuelva a su sitio. En el campo manda usted, pero en el viaje mando yo‘.

No fue el único altercado que tuve con este entrenador, porque alguno más había habido en tierra firme. El más violento, probablemente, el de aquel viaje, porque apenas había comenzado y tenía que convivir en aquel ambiente durante casi tres días, de viernes a domingo. Ante aquel panorama le dije al delegado que ‘le agradecía su protección, pero que me bajaría en la primera parada que hiciera el autocar. Que solía ser en Alfajarín, a pocos kilómetros de Zaragoza. Sin embargo, el aliento a mi favor de los jugadores, que sin llegar a oídos del entrenador me animaban a no bajar, hizo que continuara el viaje. Sobre todo las palabras del portero, Vicente Amigó, que había llegado al Lleida procedente del Futbol Club Barcelona, quien sin quierer llamar demasiado la atención, ante un amplio grupo de jugadores dijo: ‘Gómez, si te bajas eres un cobarde. ¡Échale huevos!’. Lo recuerdo como si fuera hoy mismo.

Aquella era la tercera temporada consecutiva del entrenador en el Lleida. Tres años con el equipo moviéndose en la mediocridad. Aquel año quedó destituido del cargo. Por cierto, que años más tarde, volví a coincidir con Roberto Álvarez, en Tarragona. Nos vimos en el pasillo del Nou Estadi. Era entrador del Mahón, y yo periodista del Diari de Tarragona. Al verme a unos cincuenta metros me miró fijamente y se dirigió hacia mí al mismo tiempo que me llamaba ‘Gómez, Gómez’. Al llegar me dio un abrazo y me dijo que ‘me alegro volver a verte. ¿Cómo estas?”. Yo, algo confuso, le dije que ‘pensé que no me saludarías, porque con el pasado que tuvimos‘. Contestando inmediatamente él que ‘Gómez, esto es fútbol. El tiempo pasa muy rápido en el fútbol’. Una lección.

Al margen de esta anécdota, que entre otras muchas sucedían en los viajes con la U.E. Lleida, los viajes resultaban por lo general apasionantes. Especialmente cuando íbamos a Galicia, cinco veces al año, para enfrentarse al Pontevedra, Orense, Arosa, Lalín y Ferrol. Viajes en autocar, que obligaban a salir de Lleida con más de cuarenta y ocho horas antes del partido. Viajes por viejas carreteras con el asfalto desigual, en los que se dejaba a su paso pequeñas aldeas gallegas por las que se movían mujeres muy mayores, algunas con aspecto centenario. De hecho, cuatro de cada cinco personas centenarias son mujeres gallegas en las listas de los más longevos en la actualidad.

Llamaban la atención las mujeres, vestidas de negro, que pese a lo avanzada de la edad portaban en la cabeza fardos de leña. Mientras daba la impresión que los hombres pasaban la mayor parte del día sentados en el bar, con un chato de vino entre sus manos. Recuerdos de unos años difíciles en Galicia. En los que mientras una parte de la sociedad estaba preocupada por la implantación oficial del idioma gallego con la regulación por parte del Instituto de Lingua Galega y la Real Academia Galega de las normas ortográficas e morfolóxicas do idioma gallego, otra parte de la sociedad, paradójicamente y de forma escandalosa, especulaba con el narcotráfico.

Familias enteras rotas. Amistades que se perdieron para siempre por la droga. Como periodista, el trato que recibíamos por parte de algunos empresarios de la restauración ya hacía presagiar que probablemente parte del negocio lo tenían en la calle. Especialmente cuando nos hospedábamos en una vieja fortaleza, restaurada como hotel, en la que al periodista se le llevaba en palmitas. Hasta el punto de que nos llevaban a unos viveros de ostras y mejillones, donde nos regalaban una caja de ambos mariscos. Aquellos gestos llevaban a la desconfianza en unos momentos en el que los apellidos Oubiña, Miñanco y Charlín, saltaron a la fama en los ochenta con la famosa y frustrante ‘Operación Nécora’. Que por otro lado también supuso la presentación en sociedad del juez Baltasar Garzón.

Años de generaciones perdidas, cuando los reyes del contrabando todavía apostaban por el tabaco, pero la muerte la introducían por la ría abrazada a la heroína. Generaciones desaparecidas en esa parte de las Rías Baixas, mientras llegaban a Arousa gentes de todas partes para comprar droga que consumían por otros lugares del país. Gente que moría por las drogas. Jóvenes que tras la muerte de Franco habían clamado libertad y que no se conformaba. Gente con estudios. Otros sin trabajo y que formaba parte de la tasa del paro que llegó al 21%, en 1985. Una década de los ochenta en decadencia, que apalancó poco a poco toda la inquietud juvenil. Gente joven que necesitaba euforia, que comenzó a coquetear con las drogas, por curiosidad, pero a la que la droga llevó a la muerte. Una década marcada también por una enfermedad que entonces poco se sabía de ella. Porque fue en los primeros años de los ochenta cuando se diagnosticó por primera vez en Barcelona el VIH (Virus de Inmunodeficiencia Humana), el virus del Sida. Un virus que catapultó a la muerte a otros muchos de aquellos jóvenes.

Pero como periodista deportivo tuve ocasión de vivir otras curiosidades. Por primera vez un padre de un jugador infantil quiso ‘comprar’ mi profesionalidad. El padre de un jugador que pese a su juventud se veía que era bueno. Muy bueno. Tanto que acabó en un equipo de mucho prestigio en la Primera División. Su padre me ofreció dinero por poner ‘bien’ a su hijo, por hacerle reportajes con su fotografía. Cosa que no acepté. Entre otras cosas porque le dije que ‘eso es una humillación que su hijo no merece. Es tan bueno que sólo se puede informar bien de él’.

Como periodista deportivo, además, estuve cubriendo durante una etapa ‘El partido de la jornada’, yendo de pueblo en pueblo para hacer en reportajes especiales el encuentro que enfrentaba a dos equipos de máxima rivalidad territorial. Tanta era la rivalidad en estos equipos que, además de enfrentarse los aficionados con el arbitro (que solía ser siempre la causa de todas las desdichas de uno u otro equipo), el periodista también solía ser el culpable de la derrota de su equipo. Hasta el punto de que en un pueblo cercano a Lleida me quisieron tirar a un canal que pasaba junto al campo. A veces la cultura deportiva no da para más.

Angel Gomez Mesonero

Periodista